Sin que nos diéramos cuenta al principio, nos fue invadiendo de a poco un problema irresoluble para los sicilianos que, esperamos sinceramente, no se convierta también en irresoluble para nosotros.
Tal vez esta introducción sugiera que la nota de hoy estará dedicada a develar secretas conexiones entre la mafia siciliana y algún grupo de corte similar que haya venido a refugiarse de incógnito desde aquella lejana isla a nuestra pacífica tierra. Nada más lejos de nuestra intención que incursionar en un tema que escapa totalmente a nuestra especialidad y que apenas conocemos.
Existe en nosotros, como es habitual en muchas otras actividades, una deformación profesional que nos hace ver el mundo a través de lo verde (no se confunda, no hemos dicho de “los verdes”) y es por ese lado que evocamos a la hermosa isla italiana.
Si usted viajó allí alguna vez en verano es posible que haya venido sintiendo lo mismo que nosotros durante este último tiempo: nuestros pastos tienen muchas veces el mismo color que los pastos de Sicilia. La razón es muy simple y todos la conocemos, eso pasa cuando nos falta la lluvia casi por un mes entero.
Cuando el césped de parques y paseos públicos no recibe la bendición del agua del cielo se va agostando hasta tomar el color de las espigas del trigo. Cuando las napas subterráneas pierden su caudal de siempre los jardineros comprueban con desesperación que el diámetro de sus regadores se achica cada día un poquito haciendo aparecer aquí y allá todo un collar de amarillentas sombras de agua. Y uno no puede menos que preguntarse ¿por qué?, ¿qué le está pasando a la Naturaleza?
Antes había inviernos fríos con junios templados, veranos tórridos con febreros lluviosos, otoños serenos, primaveras ventosas y húmedas. Hoy, en cambio, no sabemos en qué estación estamos y por supuesto, las plantas tampoco lo saben.
Es así que los hibiscos muestran sus primeros brotes en pleno julio porque algún veranillo asincrónico los confundió y apenas tres semanas después las crudas heladas de agosto los queman irremediablemente poniendo en peligro la vida de todo el arbusto. Los rayitos de sol nos regalan su algarabía de colores a lo largo de todo noviembre y claudican al comenzar el último mes del año en lugar de comenzar a florecer precisamente en esa época.
Las margaritas ya no deben ser podadas en el mes de agosto porque la primavera temprana no llega para darles su empuje de vida; los helicrisos, o flor de papel, tampoco, hay que esperar ¿hasta octubre?, ¿hasta noviembre? para que la calidez del sol que se esconde empecinadamente entre las nubes semana tras semana los saque de su letargo y les obligue a emitir sus ápices platinados.
Las hortensias, regalo visual de innumerables jardines, dan sus grandes y tiernas hojas cuando apenas despuntan los calores para nutrirse a través de ellas a lo largo de todo el verano; sin embargo esos violentos temporales que han empezado a aparecer desde hace unos años en algún momento de diciembre, las destrozan y las obligan a renovar prácticamente todo su follaje en un momento en que deberán utilizar todas sus energías para maravillarnos con sus flores.
La pregunta queda en pie sin una certera respuesta, ¿qué está pasando con la naturaleza? Observemos mejor al mundo que nos rodea y reflexionemos seriamente al respecto, tratando de comprender en qué medida nos cabe la responsabilidad de estos cambios.
Quizás sea el momento de pensar muy en serio si nuestra madre tierra nos estará lanzando un pedido de auxilio o dándonos una advertencia de lo que puede esperarnos si no cuidamos mejor este paraíso que nos rodea.